En sus ojos había algo que la hacía irreal.
Como
si alguien condensara en ellos las tormentas de Júpiter,
dotándolos de
un alma milenaria y nueva.
Ella era como una palabra capaz de estremecer
desde otro plano del tiempo.
Era imposible saber cuántos secretos
se asfixiaban
mutuamente dentro de su silencio de gacela.
Pero sonreía y el mundo era un
bosque sin depredadores.